martes, 28 de septiembre de 2010

La culpa sabía a miel

-Tan mal estuvo? - pregunté.
-Sí, apenas puede hablar por el dolor - contestó Alicia.
-Excelente - pensé.
Y así terminaba mi larga marcha por satisfacer mi hambre de sufrimiento ajeno. Sabía a miel.
Había comenzado el mes pasado, cuando la pubertad se convirtió en una excusa para todo. Yo estaba sentada en el piso del gimnasio, agotada y sin aliento, cuando veo a un joven que dejó olvidada su mochila con sus pertenencias. Iba a decirle, pero se me hizo más fácil quedarme con el botín.
Al llegar a casa, reviso lo que hay. Era ropa, unos tennis, un cuaderno y una cartera. Abrí la cartera y revisé lo que tenía: unos cuantos billetes y una credencial con el nombre de Alan Landeros. Guardé el dinero en mi bolsillo y dejé todo lo demás regado por ahí.
Al día siguiente fui a la tienda por algo de beber. Pagué con el dinero que robé y sentí algo de culpa. Culpa porque de inmediato imaginé que ese tal Alan debió preocuparse al no ver su mochila con él ese día en la mañana. Pensé que tal vez, solo tal vez, Alan Landeros de verdad apreciaba aquellos tennis.
Mi cabeza ya se había llenado de suposiciones absurdas y preocupaciones alterantes que, según yo, debió haber tenido ese muchacho. De pronto, como si un periódico me hubiera abofeteado la cara, me llegó una respuesta a mis suposiciones: Y si no? Y si Alan Landeros nunca se dio cuenta? Y si tiene más dinero y otro par de tenis?
Sonreí ante tal conclusión y decidí que no debería suponer de tal manera nunca más.
Decidí entrar de nuevo a la tienda y comprar unos cigarros. ¡Qué bien se sentía dejar a un lado ese asqueroso sentimiento!
Continué mi semana haciendo maldades ilimitadas sin hacerle caso a la estúpida voz que me decía que parase.
La malicia era mi aliada. Decidí mentirle tanto a mis padres, que ya hasta sentía que me mentía a mi misma. Ya no sentía remordimiento; todo era tan placentero.
Engañaba a niños con terribles historias que les impidiera dormir y que temblaran con solo verme. Mataba gatos, haciéndolos sufrir en cada delicioso golpe de violencia. Robaba a todo inútil que me resultara vulnerable... Era una persona horrible, sin sentimientos, solo placer por el mal.
Sin embargo, la culpa se acumulaba... aquella culpa que dejé olvidada. Ya no la veía, ya no la escuchaba. El placer me cegaba.
Mi última y terrible hazaña fue con una niña llamada Sofía. Pobre niña, era tan ingenua. Le había dicho que existían las hadas a la orilla de la barranca; y una tarde, la llevé allí a que se asomara. Ella cayó. Se fracturó muchos huesos, no recuerdo cuántos ¡Qué divertido fue!
Pero pronto fui sintiendo que ya nada me causaba placer. El salirme con la mía ya no sabía rico. Era insípido.
Decidí que ya no valía la pena si no me causaba emoción; entonces decidí parar y seguir mi vida sin emociones el resto de mis días. Ya estaba seca.

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