miércoles, 29 de septiembre de 2010

El pan está servido


Hace mucho tiempo vivía un hombre llamado Pedro Alonso Núñez que decían que era un hombre avaro y sin sentimientos. Era un hombre con un pasado oscuro y un eterno odio a todo ser viviente que se le cruzara en su camino; nadie sabía por qué.

Una noche de octubre, cuando la luna sufrió una fase extraña que jamás se había visto en la historia de la Tierra, la ciudad completa se llenó de polvo lunar que se esparció por el planeta. Esto hizo que los espectros del inframundo se saliesen de sus tumbas furiosos.

Tenían que hacer algo para poder liberarse y regresar a su acogedor infierno de mil flamas, pero necesitaban un sacrificio humano. Entonces decidieron entre los humanos a uno al que pudieran sacrificar. Necesitaban a alguien que no les importara perder al resto de los humanos.

Ese alguien, era Pedro. ¿Por qué? Muy simple, a él le daba igual lo que le sucediera, estaba seco y vacío; le parecía indiferente la idea de morir o vivir. Ser humano era sólo una fase sin importancia para Pedro Alonso.

Como a todos los demonios y espectros les pareció buena alternativa, fueron con el Dios del Universo, el que controla toda la actividad en el plano dimensional de la Vía Láctea a ofrecerle su sacrificio humano con tal de que les devolvieran su precioso infierno de nuevo.

Dios les dijo que debían sacrificar a Pedro transformándolo en aquella masa de almidón blanco que los seres humanos suelen comer en las comidas, pues ya estaba harto de escuchar sus escandalosos alaridos cada vez que era tiempo de cortarlos con el cuchillo. Al fin y al cabo, Pedro no sentía nada, y pensó que un simple y vil cuchillo no sería una molestia para él.

Los demonios lo transformaron, y desde ese instante, Pedro Alonso Núñez, sería la nueva imagen de la masa de almidón blanco, a la que Dios llamó PAN por las iniciales de Pedro.

Gracias a esto, los panes de las generaciones siguientes heredaron tal insensibilidad que ya nunca más se escuchó de que un pan haya gritado de dolor al pasar por el un cuchillo a la hora del almuerzo.

Diario de una sombrilla

15 de septiembre de 1984:

Parecía que Mandy tenía una fiesta la noche anterior, pues se había puesto su vestido azul con las flores deformes que tanto le gustaba.
Habían comenzado las lluvias hace poco y decidió llevarme a mí esa noche, ya que era más acercado al color azul grisáceo de su vestido que mis otros amigos paraguas dentro del baúl donde nos mantenía custodiados.
Salimos y la lluvia era tranquila. Cuando llegamos a la casa de su amiga Karen Villaseñor, una jovencita rica, del tipo de personas con las que alguien como Mandy le gusta juntarse, me colgó junto a la mesa del florero persa.
Desde ahí veía a los amigos de Mandy reir, beber y charlar. Parecía divertido, pero yo tenía otros intereses.
Me limité a mirar el florero. Tenía unos alcatraces. Al fondo del pasillo, había una puerta muy peculiar; a esa puerta he querido entrar desde la primera vez que visité la casa de los Villaseñor. La puerta era vieja con un cerrojo antiguo. Pero inmóvil, solo continuaba mi deseo.
De seguro jamás se cumplirá, pues para ella, Mandy, no soy más que un simple ornamento que le sirve para cubrirse su delicada piel que sus amigas tanto envidian...
En fin, supongo que me conformo con aquél florero persa.

Ninlil

Si el sol perdona a las nubes, ¿por qué ellas no han de perdonarme a mi?
No suelo causar grandes cosas cuando estoy de buen humor. Me paseo ligeramente a través de las dimensiones de este universo. Algunas veces causando placer a aquellos humanos agotados después de haber pasado un momento de bochorno bajo el sol.
Todo es más ligero acá arriba, aunque hay veces que los tiempos me hacen viajar a diferentes velocidades según el lugar donde esté flotando.
Madre Naturaleza me indica cuándo y dónde debo estar, y qué tan fuerte he de soplar. Pero hay veces en que la corriente es tan fluida que yo misma se hacia qué dirección ir. Incluso suelo viajar en círculos interminables que me causan, en lo personal, mucha diversión. Huracán, me llaman.
En los lugares más solos he de estar, donde solo mi silbido resuene entre el silencio. Aunque sea solo una brisa corta.
Es como estar desnuda bailando entre la gente, pasando por los rincones más escondidos. Un escurridizo movimiento que orienta a los más sabios. Una pequeña señal de que todavía se puede volar.

martes, 28 de septiembre de 2010

La culpa sabía a miel

-Tan mal estuvo? - pregunté.
-Sí, apenas puede hablar por el dolor - contestó Alicia.
-Excelente - pensé.
Y así terminaba mi larga marcha por satisfacer mi hambre de sufrimiento ajeno. Sabía a miel.
Había comenzado el mes pasado, cuando la pubertad se convirtió en una excusa para todo. Yo estaba sentada en el piso del gimnasio, agotada y sin aliento, cuando veo a un joven que dejó olvidada su mochila con sus pertenencias. Iba a decirle, pero se me hizo más fácil quedarme con el botín.
Al llegar a casa, reviso lo que hay. Era ropa, unos tennis, un cuaderno y una cartera. Abrí la cartera y revisé lo que tenía: unos cuantos billetes y una credencial con el nombre de Alan Landeros. Guardé el dinero en mi bolsillo y dejé todo lo demás regado por ahí.
Al día siguiente fui a la tienda por algo de beber. Pagué con el dinero que robé y sentí algo de culpa. Culpa porque de inmediato imaginé que ese tal Alan debió preocuparse al no ver su mochila con él ese día en la mañana. Pensé que tal vez, solo tal vez, Alan Landeros de verdad apreciaba aquellos tennis.
Mi cabeza ya se había llenado de suposiciones absurdas y preocupaciones alterantes que, según yo, debió haber tenido ese muchacho. De pronto, como si un periódico me hubiera abofeteado la cara, me llegó una respuesta a mis suposiciones: Y si no? Y si Alan Landeros nunca se dio cuenta? Y si tiene más dinero y otro par de tenis?
Sonreí ante tal conclusión y decidí que no debería suponer de tal manera nunca más.
Decidí entrar de nuevo a la tienda y comprar unos cigarros. ¡Qué bien se sentía dejar a un lado ese asqueroso sentimiento!
Continué mi semana haciendo maldades ilimitadas sin hacerle caso a la estúpida voz que me decía que parase.
La malicia era mi aliada. Decidí mentirle tanto a mis padres, que ya hasta sentía que me mentía a mi misma. Ya no sentía remordimiento; todo era tan placentero.
Engañaba a niños con terribles historias que les impidiera dormir y que temblaran con solo verme. Mataba gatos, haciéndolos sufrir en cada delicioso golpe de violencia. Robaba a todo inútil que me resultara vulnerable... Era una persona horrible, sin sentimientos, solo placer por el mal.
Sin embargo, la culpa se acumulaba... aquella culpa que dejé olvidada. Ya no la veía, ya no la escuchaba. El placer me cegaba.
Mi última y terrible hazaña fue con una niña llamada Sofía. Pobre niña, era tan ingenua. Le había dicho que existían las hadas a la orilla de la barranca; y una tarde, la llevé allí a que se asomara. Ella cayó. Se fracturó muchos huesos, no recuerdo cuántos ¡Qué divertido fue!
Pero pronto fui sintiendo que ya nada me causaba placer. El salirme con la mía ya no sabía rico. Era insípido.
Decidí que ya no valía la pena si no me causaba emoción; entonces decidí parar y seguir mi vida sin emociones el resto de mis días. Ya estaba seca.

La Pequeña Serenata Nocturna

Habían pasado tres días desde que Wolfgang Amadeus Mozart estaba de mal humor. Su esposa ya no soportaba el sarcasmo en cada palabra.
-Ya no se me ocurre nada más - se decía constantemente cuando se sentaba frente al clavicordio.
Mozart ya no soñaba.
Las hermosas notas ya no viajaban en su mente como solían hacerlo a lo largo del día. La inspiración se alejaba cada vez más de sus partituras. Su música ya no tenía sentido, no tenía alma...
Entró en pánico. Se la pasaba bebiendo en el bar por horas, para aliviar la terrible angustia e impotencia que sentía cada vez que escuchaba lo mal que sonaban sus intentos de melodías.
Su dinero se agotaba conforme su productividad disminuía. Su esposa le rogaba que lo solucionara de inmediato.
Intentó inspirarse en Bach, en Haydn, en sus antiguas y exitosas piezas... ¡nada!
Ya no sabía qué más hacer; las noches eran cada vez más eternas. Sentía que se le olvidaban poco a poco cada una de sus sinfonías y que perdía el talento con los instrumentos musicales. La gente ya no asistía a sus conciertos, y las personas importantes ya no contrataban sus servicios.
Estaba solo.
-Sin inspiración, sin sueños... no soy nadie - se dijo a el mismo una noche en el bar.
Había bebido ya tres tarros de cerveza y una copa de whisky. De pronto, cayó al piso desmayado.
Cuando abrió los ojos, estaba en un jardín fuera de un castillo. Cerca de él se encontraba una joven mujer vestida de blanco y otra de negro, más vieja. También se encontraba un príncipe y varios hombres al rededor. El ambiente le resultaba familiar; entonces Mozart lo supo. Sabía que estaba dentro de su ópera "La flauta mágica", lo sabía.
-¿Será posible? - se dijo.
Ahora lo recordaba todo. Recordaba sus piezas, sus sinfonías, óperas... ¡todo! Por fin había vuelto a soñar después de casi un año de terribles fortunas.
Despertó en el bar, un poco ebrio y se puso tan feliz que besó al cantinero y volvió a casa brincando de emoción y con mil ideas en la cabeza.
Lo que Mozart no sabía, era que, dentro la copa con whisky que había bebido, un señor ya anciano de ojos blancuzcos le puso unas gotas de lo que ahora llamamos melatonina mientras Mozart estaba distraído.
Era lo que necesitaba: una ligera dosis de droga para regular su sueño que había sido invadido por los oompa loompas.

La infancia

No medíamos el tiempo. simplemente llegaba. como un avioncito de papel desviado.
Se escuchaba distante, aquel sonidito inconfundible que nunca se puede olvidar. Poquito a poco se acercaba y yo muy lista estaba. Lo tenía en mi mente, ya sabía qué iba a pedir. Sabor a chocolate con chispas y un cono de galleta crujiente. Vivirlo en ese momento era más emocionante, aunque aún lo puedo saborear.
El sonido sigue siendo familiar. Lo suelo escuchar de vez en cuando, cerca de mi casa. Y manejándolo el mismo vendedor que siempre sonreía cuando me pasaba mi cono de helado tan sabroso.
Aquellos días de ferias con olor a palomitas que llaman a mi puerta cada vez que veo mis libros para colorear con mi nombre. Letras grandes y torcidas. Llenas de energía inocente con ganas de jugar una vez más con el amigo imaginario fiel que había creado.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Funeral a Salvador

Su piel gélida y perfecta había sido tallada por Jeohvah mismo con el agua sagrada que portaba en su copa que había sido congelada años atrás.

De cabello rizado y ojos amarillos como de felino salvaje y una sonrisa que incluso envidiaba Afrodita, Salvador era mi ángel, amigo y consejero.

Sus alas imponentes, llenas de poder en cada aleteo, me hacían sentir que era un guerrero enviado por Gabriel.

Su piel traslúcida, perfecta. Me asustaba tocarlo por temor a romperle. Pero bajo esa capa de hielo, había un alma firme y llena de color.

Pero tanta cualidad no fue suficiente para mis temores contra los que luchaba. Ya habían sido demasiadas pesadillas desde el verano pasado, y yo ya sabía que no duraría mucho. Y una noche, pasó. Me encontraba sudando frío, de nuevo por la pesadilla nocturna, pero en esta ocasión, despierté y ví a Salvador en pedazos. Mi ángel estaba roto.

Todas mis esperanzas de volver a ser feliz, repartidas en cada trozo de hielo de mi cuarto. Los junté todos, pero al tocarlos, se derritieron en pequeñas gotas que ascendían en espiral de nuevo al Edén y regresaban a aquella copa de donde había salido.

Todo había acabado. Me senté a llorar sin consuelo y a lo lejos se escuchaba Greensleeves en mi cajita musical. La canción que tarareaba para mí desde que era pequeña.