martes, 26 de octubre de 2010

Alaska


Era ya el tercer día desde que comenzó la oscuridad. Mis ataques nerviosos apenas comenzaban. Mis padres ya no tenían para las medicinas, pues todo lo que quedaba, era para la comida de la semana.

Sentía tanta impotencia por tener esa enfermedad. Deseaba con todas mis fuerzas que el sol regresara y todo esto llegara a su fin. Me mortificaba el hecho de que mi familia se preocupaba por mi salud. Pero en Alaska, el sol no regresaría hasta dentro de seis meses; seis eternos meses de angustia, desesperación y agonía.

Mis hermanos tenían que trabajar turnos extra. Mi padre ya estaba viejo, pero sentía un amor muy grande por mí y se dedicó a trabajar como pescador para conseguir dinero para la comida y para mis medicamentos.

En las noches lloraba de enojo, pues sentía que les causaba un peso enorme a todos mis hermanos, a mi papá y a mi mamá. Me sentía inútil. Había veces que los ataques eran tan fuertes y consecutivos, que sentía que no regresaba al presente y que me desvanecía con el temblor de mis huesos. Y pensar que cada segunda mitad del año sucedía esto; una y otra vez.

Llegó el tercer mes, y yo sentía que no podía más. Quería morir de una vez por todas. Ya no quería ver la cara de preocupación de mi madre todos los días que me iba a inyectar la medicina en mi antebrazo. Tampoco quería ver sufrir a mis hermanos en el trabajo; y mucho menos ver a mi padre llegar todos los días agotado hasta morir.

Pasó otro mes y decidí hacerlo. Desconecté la manguera de mi antebrazo, y dejé que sangrara. Un par de horas después llegó mi madre y me vio inerte. Ya no iba a ser un peso más para ellos.

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