jueves, 7 de octubre de 2010

Vino de Magnolias

Cuenta la luna, que me pidió que divulgara, la historia de una mujer cuyo conocimiento, no salía más allá del horizonte. Se llamaba Rubí.

Pocos sabían de ella, pero la luna, la conocía mejor de lo que creía. Decía que salía de su casa a tomar el té en una mesita de madera carcomida; ella siempre elegante, como si esperara a alguien en especial.

Los lunes colocaba una cruz muy extraña fuera de su puerta, pues creía que eso asustaba a los corredores de bienes raíces. ¿Por qué? No tengo idea. Algunos creen que era porque no le gustaba el protocolo de plática que llevaban.

Pero había algo más peculiar en Rubí, y sucedía los miércoles. Las personas la veían pasar por las calles del mercado con prendas negras al estilo del siglo pasado, con un ramo de flores junto con una botella de vino y una copa.

Las mujeres no le calculaban más de treinta y sin embargo, suponían que iba a visitar a su esposo difunto al panteón. Otras no creían que fuera viuda, es más, no imaginaban siquiera que se hubiese casado, a pesar de su extraña belleza que algunos afirmaban. Otros suponían que iba a tomar fuerzas demoníacas porque la tachaban de hereje por tener una gata negra siempre fuera de su puerta. Los niños decían que iba a ofrecerle vino a los muertos para pasar el rato, ya que no tenía amigos.

La verdad era que Rubí le iba a dejar flores y vino a un hombre que en un tiempo atrás era un escritor. Iba todos los miércoles del mes. La oscura razón por la que la bella Rubí se vestía de luto a dejarle flores y licor a Ernesto, su (ex) tutor de literatura, era porque una semana antes de fallecer, le había prometido que la próxima sesión de literatura le traería su libro de vuelta; un libro que Rubí le había prestado meses atrás.

¡Ay Rubí! Tan materialista; no se le ocurrió jamás que Ernesto la amaba, por su peculiaridad en la escritura y su risa graciosa que sonaba ronca. Pero Rubí no suponía más de el que su simple tutor de literatura, cuyo deber era el de instruirla.

No conocía el amor; no conocía el dolor. Solamente sabía que debía regresar en algún momento, pues nadie duerme para siempre.

-Pero, ¿por qué en el cementerio?, ¿qué no es obvio que ahí habitan los muertos? – pregunté.

Pues es que hace tiempo el Padre Eugenio le había dicho que era el momento de que comenzara su descanso en el cementerio. Entonces Rubí creyó que Ernesto no demoraría mucho, sin embargo, veía que todos vestían de negro en ese lugar y traían flores que colocaban en aquellas piedras, entonces los imitó, y además trajo consigo vino, supongo que para ser original. Desde entonces, Rubí va a visitar la tumba de Ernesto cada miércoles, siempre esperando que por fin le devuelva su libro, mientras que por su ingenua cabeza jamás pasara la palabra matrimonio.

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